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octubre 26, 2016

A vueltas con el “mandala”

Cuando hace ahora unos 35 años cayó en mis manos el libro de Rhoda Kellogg Analyzing Children´s Art, (1) (publicado en español por Cincel bajo el título Análisis de la expresión plástica del preescolar), experimenté una inmensa alegría. ¡Por fin un libro dedicado al dibujo de los niños pequeños!
En efecto, este libro es, tal vez, la primera obra en la historia de estos estudios que se dedica por entero al dibujo de los primeros años de la infancia.

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Fig. 1. El libro de R. Kellogg

Una maestra de párvulos de California, que fue rechazada durante años por excéntrica, logró ser reconocida al final de su vida por sus aportaciones a estos estudios.

De orientación gestáltica, lo más positivo de su estudio es haber puesto el énfasis en los procesos formales del dibujo. Sin embargo, tanta atención a “lo formal” la lleva a olvidarse del otro aspecto fundamental: los procesos representativos, con lo que su estudio nos ofrece una visión sesgada e incompleta del desarrollo gráfico del niño.

Aunque la autora comienza su texto dando cuenta de los millones de dibujos que ha manejado en su estudio, muchas de sus afirmaciones parecen fruto más de su fantasía, que del rigor científico que debe presidir cualquier publicación de esta naturaleza.

No voy analizar aquí el contenido del libro. En uno de mis trabajos anteriores (2) he hecho un detallado análisis de todas las irregularidades –y son muchas- de este famoso texto.

Sin embargo, dado el éxito que ha alcanzado, la imagen del mandala en el medio educativo, que Kellog considera como la imagen más trascendente y recurrente del dibujo de niño, es hora de tomarse en serio y aclarar tan polémicas consideraciones.

En efecto, entre todos los garabatos, formas y configuraciones señaladas por la autora, ninguna parece fascinarla tanto como el mandala, configuración gráfica que cree ver por centenares en los dibujos de los niños y que describe como las «combinaciones formadas por un círculo o un cuadrado divididos en cuadrantes por una cruz griega o de San Andrés».(pág. 76). Fig. 2.

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Fig. 2. Tres versiones del mandala de Kellogg (pág. 69)

Se lamenta Kellogg de que estas configuraciones no hayan sido consideradas en todo su valor por la mayoría de los investigadores, que han estudiado los dibujos de los niños.

A lo largo de más de cuarenta años de estudio del dibujo de los niños nunca me llamó la atención la presencia de esta configuración y apenas si he encontrado, excepto en el caso de H.Read, alguna alusión a ella en los estudios de otros autores anteriores o coetáneos a nuestra autora.

Intrigado por las sorprendentes afirmaciones de Kellogg, que tan decididamente contrastaban con las mías, con el fin de tratar de dar respuesta a este controvertido asunto, decidí incluir, entre los ítems de mi escala de análisis de los dibujos infantiles, los dos mandalas más simples que describe la autora (el círculo barrado por la cruz y el cuadrado igualmente dividido).

En la Tabla 1 muestro los resultados porcentuales de mi estudio de la primera de estas imágenes. Como puede verse en ella, la presencia de esta configuración en el dibujo del niño es totalmente irrelevante, no apareciendo ni una sola imagen de esta naturaleza entre los 2,06 y los 3,05 años, edades en las que la forma circular aparece en más del 30 por ciento de los dibujos. Sólo pasados los 4 años, cuando el niño está iniciando los procesos representativo-icónicos, esta configuración aparece en el 1,32 por 100 de los dibujos.

TABLA 1
Presencia porcentual del mandala más simple que describe R. Kellogg.
Se han analizado un total de 5.920 dibujos de niños y niñas españoles de edades comprendidas entre 2 y 5 años.

Edades Niñas Niños Ambos sexos
2,00-2,02 0,00 0,00 0,00
2,03-2,05 0,00 0,88 0,50
2,06-2,08 0,00 0,00 0,00
2,09-2,11 0,59 0,00 0,30
3,00-3,02 0,00 0,00 0,00
3,03-3,05 0,00 0,76 0,45
3,06-3,08 0,40 1,09 0,76
3,09-3,11 1,5 0,98 1,23
4,00-4,02 0,83 0,45 0,65
4,03-4,05 0,36 0,64 0,51
4,06-4,08 0,33 2,31 1,32
4,09-4,11 0,39 0,34 0,37

Como he argumentado en todos mis trabajos, el círculo, es la forma primordial del dibujo infantil, y constituye el símbolo de la unidad y la individualidad, sentidos de la forma en los que se fundamentan y con los que se inician los procesos representativos.

Desde mi particular punto de vista, la configuración mandálica, en contra de lo que sostiene Kellogg, no puede ser atractiva para el niño pequeño, ya que, al fragmentar en cuatro la unidad del círculo – que aparece un año antes en el 30,7 por ciento de los dibujos- destruye su esencia simbólica.

Lo sorprendente es que las afirmaciones de Kellog acerca de la presencia y la relevancia del mandala en el dibujo del niño, no sólo han prosperado entre los educadores infantiles sino también entre algunos importantes investigadores que, sin contrastar científicamente las afirmaciones de Kellogg, las han dado por válidas. Pero no todos los autores comparten estos criterio. El antropólogo Alexander Alland, (Universidad de Columbia) en un documentado estudio (3) sobre el dibujo de niños de culturas de todo el mundo, tampoco ha encontrado la imagen del mandala que Kellog considera universal.

Siguiendo la línea de su discurso, la autora formula una síntesis del proceso representacional que no quiero pasar por alto:

«Si mis observaciones son justas, los mandalas constituyen un eslabón fundamental en la evolución progresiva que conduce del trabajo abstracto a la pintura figurativa. El niño, de los mandalas accede a los soles y luego a las figuras humanas» (pág. 77)

Y más adelante insiste:

«este mandala probablemente inspira el sol. He observado el paso evolutivo del mandala al sol con la suficiente frecuencia como para creer que es el orden que predomina en el arte infantil».

Finalmente la autora ofrece una justificación que, al tiempo que pone en duda sus propias observaciones, me tranquiliza con respecto a las mías cuando concluye: «todavía no se ha llevado a cabo un estudio estadístico que confirme o rechace esta teoría» (pág. 87).
Si, como acabo de mostrar en la Tabla 1, la imagen del mandala carece de relevancia en el dibujo del niño, difícilmente puede considerarse como un «eslabón fundamental» en su desarrollo como sostiene Kellogg. Y menos aún de una configuración tan importante como es la configuración solar.

De acuerdo con mi investigación, esta última, además de mucho más frecuente, es muy anterior a aquélla, por lo que de ninguna manera se la puede considerar como un eslabón previo a la configuración solar. En efecto, la configuración solar aparece a los 3 años en el 7,7 por 100 de los dibujos, cuando el mandala apenas llega a un 0,45 por 100; y cuando aquélla alcanza su máxima frecuencia (el 16,55 por 100 a los 4,00 años), ésta aún no ha conseguido llegar al 0,65 por 100.

A la vista de estos resultados no podemos por menos que preguntarnos: ¿en qué estudios se ha basado esta autora para realizar todas sus afirmaciones?

______________________________________
1. KELLOGG, Rhoda, Analyzing Children´s Art, Mayfield Publishing Company. MountainView, 1970
2. MACHÓN, A. Los dibujos de los niños. Génesis y naturaleza de la representación gráfica. Edit. Fíbulas. Madrid, 2016
3. ALLAND; Alexander. Playing with form. N.Y. Columbia University Press. 1983

Los niños pequeños no dibujan lo que ven. Una discusión con Rudolf Arnheim

A medida que el niño de  4  años progresa en su desarrollo gráfico y perceptual, las imágenes de su dibujo van consiguiendo un mayor parentesco estructural con el objeto, alcanzando un mayor nivel de iconicidad, lo que va a permitir su mejor reconocimiento e interpretación.

Sin embargo, a pesar de que el dibujo comienza a ser en estas edades, como sostienen Piaget y otros autores, «una imitación de lo real», esto no debe interpretarse como la consecuencia de una nueva orientación en la manera de mirar del niño al objeto respecto de la etapa anterior, sino, más bien, como un cambio en la concepción infantil de la imagen gráfica que se afana en conseguir un mayor parentesco estructural con la imagen interior del objeto (la imagen mental) de la que naturalmente procede.

En su crítica a la «teoría intelectualista», que afirma que el niño dibuja lo que sabe antes que lo que ve, o lo que es igual, que el dibujo infantil es de índole «conceptual» antes que perceptual, Rudolf Arnheim propone como solución al problema una fórmula alternativa cuando dice: «el niño sí se apoya en conceptos, pero es en conceptos visuales». El autor viene a entender por «concepto visual» la imagen resultante de la reducción de la imagen retínica a su estructura formal simple: «el concepto visual de una mano —dice— se compone de una base redonda, la palma, de la cual brotan los dedos como radios rectos a la manera de los rayos del sol…»

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Luzdivina, 3,11 » Yo y mi papá”

Con el término «concepto», Arnheim está considerando la existencia de un proceso mental intermedio por el cual el niño reduce en su dibujo la complejidad de lo que ve a estructuras y formas simples. Pero no hemos de perder de vista que estas estructuras no nacen de la nada, es decir, del acto mismo de ver como parece desprenderse del texto de Arnheim , sino de las experiencias e investigaciones con la forma y, en consecuencia, pertenecen a ese repertorio de formas o configuraciones anteriores a las que hemos dado el nombre de unidades y combinaciones.

Discutiendo la posibilidad de que, como vienen a sostener los defensores de esa misma «teoría intelectualista», existan en la mente del niño otros «conceptos» que los perceptuales, Arnheim se pregunta: ¿de qué podrían estar hechos esos conceptos y de dónde proceden?, y ¿cómo podrían traducirse a formas visuales?:

Si es verdad que en la mente del niño hay conceptos no perceptuales, deben de ser muy pocos, y su influencia sobre la representación pictórica forzosamente será insignificante. Pero aun en el caso de que el niño tuviera conceptos no perceptuales de la redondez, la rectitud o la simetría —¿y quién está dispuesto a decirnos de qué podrán estar hechos estos conceptos?—, habría que preguntarse cómo podrían traducirse a forma visual. Y no sólo eso, sino: ¿de dónde procederían tales conceptos? Si procedieran de experiencias visuales, ¿hemos de creer que la materia bruta primariamente visual es procesada hasta la «abstracción» no visual, para ser luego retraducida a forma visual cuando se trata de producir imágenes? (R. Arnheim, 1979, pág. 188).

Aunque el razonamiento de Arnheim es tan brillante como aquellos a los que habitualmente nos tiene acostumbrados, no es del todo convincente. Su peligro radica en conceder a la visión prácticamente toda la responsabilidad cognoscitiva y reducir el papel de los sentidos expresado en la vieja máxima exclusivamente al sentido de la vista, y en desdeñar, en cierta medida, la función de la mente de estructurar y organizar toda la información procedente de todos ellos, y no sólo de la visión.

No es cierto que lo que el niño dibuja tenga su origen en lo que ve. Muy al contrario, lo que ve tiene su origen en lo que dibuja; es decir, que el proceso de reducción o simplificación que caracteriza al dibujo del niño de estas edades no consiste, como parece desprenderse de la tesis de Arnheim, en una operación que realice el niño en el vacío del acto mismo de ver, sino que, muy al contrario, se trata de una aplicación a lo que ve en las formas de lo real, de lo que el niño ya conoce desde las formas de su dibujo.

En definitiva, el niño no dibuja lo que ve, sino que ve lo que dibuja. Es, pues, el dibujo el que manda y se impone sobre la realidad de lo visible. De las formas y configuraciones propias del desarrollo gráfico el niño selecciona y extrae aquellas que mejor representan al objeto o a sus partes.
En consecuencia, lo que el niño hace cuando dibuja es, simplemente, aplicar o acomodar lo que ya sabe a través de su dibujo a lo que ve en el objeto; los conocimientos previamente aprendidos en su dilatada experiencia con la forma, conocimientos que, en el plano gráfico, se materializan en esas fórmulas elaboradas y codificadas de antemano a lo largo de su experiencia gráfico-formal.

En conclusión, los «conceptos visuales» de Arnheim, si son «conceptos», no son precisamente visuales —ya que no tienen su origen ni en el acto de la visión ni en el de la percepción del objeto—, sino conceptos formales, pues han sido elaborados y percibidos con anterioridad en su investigación y experiencia con la forma y son aplicados ahora al dibujo para representar el objeto o sus partes.

Es así como, cuando se dispone el niño a dibujar un hombre, recurriendo a la imagen mental que tiene elaborada de la realidad «hombre», imagen que, formalmente hablando, no es otra cosa que la huella borrosa de múltiples experiencias multisensoriales (hápticas, propioceptivas, táctiles y, naturalmente, visuales), por un proceso de enumeración y recuento de sus elementos más significativos, traduce y/o reduce su noción de cabeza, de manos, de tronco o de piernas, a la redondez, la configuración radial, la rectangular o la rectitud que, respectivamente, le proporcionan el círculo, la configuración solar, el rectángulo o el segmento lineal que elaboró previamente en su investigación con las formas y que pertenecen a su repertorio de unidades y combinaciones.