Ya he señalado que el encuentro con el Yo constituye la razón primordial del dibujo del niño pequeño. Pero no menos fascinante que el proceso de nacimiento de ese primer Yo interior que consume la actividad gráfica de los tres primeros años, es el de su transformación en su Yo físico, metamorfosis que tiene lugar entre los 3 y 4 años, momento este en el que tiene lugar el alumbramiento del primer “hombrecito” con el que el niño se identifica y al que el psicólogo inglés James Sully bautizó en 1895 con el nombre de “renacuajo” con el que se le conoce desde entonces (fig. 1).
Creo firmemente que este desenlace feliz, este “parto”, constituye el principio y el fin de todo el dibujo del niño en los cuatro primeros años, así como la fuerza energética que motiva y justifica toda la pasión que derrocha el niño en tal trascendental empeño, proceso que viene determinado por un despliegue genético de naturaleza biológica que se repite de forma espontánea en todos los niños de estas edades, independientemente de su nivel social o del medio cultural al que pertenezcan. En este mismo sentido se expresa J. Boutonier cuando dice que el “hombrecito renacuajo” es universal, lo dibujan todos los niños pertenecientes a todas las culturas ya sean bengalíes, chinos, hindúes o bereberes (J. Boutonier, 1968, pág. 23).


Fig. 1 Claudia M.,3,06. Este simpático personaje es el famoso «renacuajo», primera representación humana que, por lo general, se trata de la autorrepresentación del Yo psico-físico de la propia niña.
Este imperio biológico que, de forma determinante, se evidencia en la imaginaria que va apareciendo a lo largo de todo este recorrido evolutivo y que, en mi opinión, no ha sido suficientemente señalado por los estudiosos del dibujo infantil, reviste la fuerza y el misterio que le confiere su natural origen y en el que se manifiesta la fuerza creadora de la vida; experiencias infantiles que suelen pasar inadvertidas para el adulto a quien, por otra parte, le está vedada la participación directa en este íntimo y trascendental proceso.
La motivación profunda que empuja al niño pequeño a dibujar, es pues, la de constatar en los garabatos y primeras formas y configuraciones de su dibujo, la imagen interior de su Yo primero, y la de su esquema corporal, la representación de su Yo físico, después, experiencias y que hacen efectiva la afirmación de W. Wolff cuando dice: «El niño no tiene estímulo alguno para acumular conocimientos por su valor práctico, sino únicamente dentro el marco de la búsqueda de sí mismo» (W. Wolff, 1919, pág.182).
Y son todas estas trascendentales experiencias las que retroalimentan y provocan la automotivación del dibujo en los primeros años y las que van a permitir al niño, ¡nada menos¡, que participar activamente en su propio desarrollo (Machón, 2009, pgs. 129- 124), constituyendo, por ello, la razón fundamental que viene a responder a la pregunta que nos formulamos al principio de por qué dibujan los niños.