El proceso que conduce a la representación gráfica se inicia en esta etapa con la aparición de esta primera modalidad representativa de naturaleza simbólica en la que las formas del dibujo (las unidades y garabatos) cumplen la función de significantes o referentes de los contenidos del pensamiento (los significados) que son expresados por medio del lenguaje que frecuentemente acompaña a la realización del dibujo. La representación graficosimbólica es, pues, la primera manifestación de la representación gráfica intencionada y la condición sine qua non para que tengan lugar los procesos representativos ulteriores.
Los símbolos gráficos están formalmente constituidas por ese conjunto de formas y figuras abstractas de naturaleza geométrica a las que he dado el nombre de unidades formales y que, junto con el conjunto de garabatos experimentados en el periodo precedente, al ser utilizados como referentes de los contenidos del pensamiento, pasan a convertirse en el alfabeto gráfico del niño en este período del desarrollo.
En ejemplos anteriores hemos visto cómo los símbolos gráficos pueden hacer referencia a seres y objetos que, teniendo existencia física, pertenecen al medio exterior que envuelve al niño (el niño, el lobo, la mamá, la muñeca, un plato con comida, el pelo, el agua etc.) dando lugar a una primera modalidad de símbolos gráficos a los que vamos a llamar Símbolos gráficos cognitivos.
Pero pueden también exteriorizar experiencias subjetivas procedentes del mundo interior del sujeto –y que no siempre pertenecen a su nivel consciente- dando lugar entonces a otro tipo de símbolos que llamaremos Símbolos gráficos expresivos. Dentro de esta segunda modalidad, unos pueden exteriorizar estados afectivos y emocionales, a los que llamaremos Símbolos gráficos afectivos, como las tachaduras con las que Jesus Mari expresó su repulsa hacia el lobo malo; otros pueden hacer referencia a experiencias sensitivas procedentes de los intercambios e interacciones del sujeto con ese medio exterior (sensaciones táctiles, gustativas, olfativas, etc.) o de la sensibilidad interna del propio cuerpo (sensaciones cinestésicas y propioceptivas). A estos significantes gráficos, que son también de naturaleza expresiva, vamos a denominarlos Símbolos gráficos sensitivos.
En consecuencia, el alfabeto gráfico de este periodo estará, pues, integrado por dos tipos de referentes, dos modalidades de símbolos gráficos correspondientes a los dos tipos de significados descritos:
1. Los símbolos gráficos cognitivos.
2. Los símbolos gráficos expresivos: sensitivos y/o afectivos.
LOS SÍMBOLOS GRÁFICOS
Pero, mientras los símbolos expresivos (significantes de naturaleza afectiva y sensitiva) son símbolos gráficos directos por proceder de la acción inmediata del acto de trazar, los símbolos cognitivos son indirectos por proceder y depender del pensamiento y del concepto, con la mediación de ese otro símbolo al que llamamos imagen mental.
Son precisamente estas especiales circunstancias relativas a su procedencia las que justifican su independencia de los perceptos, esa lejanía y esa falta de relación de semejanza que se observa entre los significantes y sus significados, y las que explican, al mismo tiempo, por qué el niño puede utilizar las mismas formas y grafismos para representar objetos, sensaciones y sentimientos tan distintos, necesitando del concurso del lenguaje oral (interno o exteriorizado) para determinar el alcance de sus significados.
En efecto, el niño de este periodo, al contrario de lo que le ocurre al adulto, no precisa de la existencia de parecidos que relacionen las imágenes del dibujo con los objetos, ya que su dibujo no pretende representarlos, sino que le basta con significarlos. Le bastan esos vínculos cualitativos de naturaleza simbólica, pulsional y sensitiva derivados de la forma misma o de la acción directa del acto de dibujar.
Queda así explicada la naturaleza de esa extraña aptitud del niño, de la que habla G.H. Luquet, para «remarcar parecidos imperceptibles para cualquiera que no sea él», y queda claro también que esa actitud no se debe a la «desordenada imaginación infantil» —como señala este mismo autor—, sino a las exigencias propias de una modalidad representativa de naturaleza muy distinta de la que, como Luquet, espera el adulto.